“La destrucción creativa de lo roto” ha sido, con todo, un juego entretenido (1). Los ingenieros se lo pasaron pipa inventándose un pasado para la montaña de piezas que quedaba del gran templo de Selinunte, del foro de Roma o de Cartago. Por mucho que la arqueología y la arquitectura hayan puesto coto a la reconstrucción indiscriminada en la que cayó el siglo XIX, ni un mísero rompecabezas de dos piezas puede ser científicamente indiscutible cuando han pasado dos mil años.
El patrimonio está perpetuamente amenazado porque los habitantes y los siglos pasan de modo inimitable. ¿Cómo reconstruir el clima, las miradas y la cultura intrínseca que vivieron esas piedras caídas? ¿Por qué destruir la herencia que, tras el paso de los siglos, han generado esas ruinas como lugar de miradas, de pinturas y de visitas? Cada operación de arqueología resulta, en suma, un inevitable falso histórico.
El problema de toda preservación puede deducirse a partir de este punto. Cada fachada protegida, cada paisaje congelado como parque natural o cada resto musealizado, por tanto, concentra su problemática hacia el futuro, no su reversibilidad, sino su potencial para significar cosas nuevas. Porque lo peor de la anastilosis no es la congelación, el frío interno, al que somete todo lo que toca, sino que despega la carne de los huesos y nos libra de las emociones contenidas en lo poco que queda del blando tejido de la arquitectura.
(1) Siguiendo la acertada fórmula de Elizabeth Spelman.
"The creative destruction of the broken" has, nonetheless, been an entertaining game (1). Engineers had a blast making up a past for the mountain of fragments left from the great temple of Selinunte, the Roman Forum, or Carthage. Even though archaeology and architecture have reined in the indiscriminate reconstructions of the 19th century, not even a two-piece puzzle can be scientifically indisputable after two thousand years.
Heritage is perpetually under threat because people and centuries pass in ways that cannot be replicated. How do you reconstruct the climate, the glances, or the intangible culture that once inhabited these fallen stones? Why destroy the legacy these ruins have created over the centuries as sites of contemplation, of paintings, and of visits? Every archaeological operation, in the end, is an unavoidable historical forgery.
The problem with preservation can be summed up from this point. Every protected façade, every landscape frozen as a natural park, and every musealized relic shifts the problem toward the future—not toward its reversibility, but toward its potential to signify something new. Because the real danger of anastylosis is not the freezing cold it imposes on everything it touches, but how it strips the flesh from the bones, robbing us of the soft tissue of architecture—the place where emotions reside.
(1) Following Elizabeth Spelman's insightful formula.